Saúl Darío Chahuayo
Conocemos la piel y los ojos
Las piedras secas y las estaciones frías donde volveremos a ser uno solo.
Pero no sabemos nada de los labios, la mirada ni la palabra.
Las puertas entrechocan
Las paredes se elevan
gotas de aceite recubren edificios y muchedumbres.
Dedos sin uñas acarician el rostro de los
cuerpos asfixiados, avanzan:
así es como conocemos el mundo…
Ojos amarillos observan desde la profundidad.
Todos los espejos se inician y terminan allí
En los mismos ojos envilecidos
En una gota de sangre
En los cuchillos que florecen dentro de la carne.
Adán se toca el
Acaricia el pubis de Eva
Quiere poseerla.
Espera en silencio.
Mañana nada escapará de sus manos
Bienvenido a la máquina, Adán, le dice ella.
¿Dónde dejaste a tu mujer y a tus hijos, venerable, varón?, preguntará después el padre de los hombres.
Bienvenido a la máquina, Adán, le dice ella.
¿Dónde dejaste a tu mujer y a tus hijos, venerable, varón?, preguntará después el padre de los hombres.
Y la mujer te invitará al pecado, pero no debes cree en sus ojos. Ellas sólo sueñan y juegan, luego morderá tu falo, y mientras se baña con la sangre, se hundirán en el delirio. ¡Oh, Gran Luz! ¡Primera y última piedra de la civilización! Pero nada de eso debe confundirte, hombre de cabeza calva, guerrero dorado.
Comerás con el sudor de tu frente. ¿Recuerdas, Adán? –se burlará el padre-.
Más que cualquier animal, más que tu dios mismo. Por eso cree, Adán. Creeen lo que inventaste con miedo o soberbia, mata a tus hijos o tus enemigos, pero cree. El perro te reconocerá, no tu mujer. Ella no tiene ojos y su corazón rueda por la tierra buscándose.